martes, 22 de diciembre de 2015

CondeNADA


Perdón, es que no tengo nada para contar. Escribo y borro, guardo entradas en borradores, lleno archivos de word y también en mi cabeza hay miles de ideas dando vueltas. Las letras y palabras se mueren por salir, las ganas de redactar están tan activas como siempre, pero no. No puedo.

Ya lo dije, lo pensé, lo escribí, lo charlé, lo chateé, lo lloré. Muchas veces. Monopolicé conversaciones virtuales y reales, charlas con amigos  y también conmigo misma.

No pisé el mundo para tener historias para contar. No llegué para ser esa en las reuniones que tiene anécdotas apasionantes que todos se mueren por escuchar, no soy de las que acumula vivencias que las escupe en una juntada, y todos se quedan emocionados y con ganas de saber más. No podría jamás escribir un libro autobiográfico ni que tenga algo de mi vida. Sería monotemático y aburrido. Las grandes cosas no me suceden a mí. Le suceden a mi prima, a mi tía, a mi amiga, a esa desconocida borracha que me agarró en el baño del boliche cuando estaban pasando el mejor tema y me contó todo lo que le pasó con su novio, su ex, el que le gusta, el que ama y el que la persigue.

Como dijo Todorov y el pandeterminismo, todo se corresponde. No sé si quiero seguir llenándolos de entradas que no dicen nada, que dan vueltas a los mismos asuntos, que están llenas de palabras pero hasta un renglón les quedaría grande para lo que realmente están diciendo. Roza lo cómico, o lo tragicómico, porque da un poco de pena también. Escribo, me miento, tengo mil millones de entradas, todas muy largas (monótonas y aburridas), y como bonus track: me lo creo. Hasta que, plop! Se rompe la burbuja y me caigo, y me raspo las rodillas, y me sale sangre... Sí, estoy dispuesta a seguir. Tengo muchas lastimaduras y cicatrices por haberme caído en el campito cuando estaba en la primaria. Un par más no van a hacer diferencia.

Es que es así. Soy lectora de historias, televidente de noveluchas, oyente de relatos inquietantes. Estoy condenada a ser una eterna observadora, y con suerte, una narradora testigo. Siempre que mi profesor en la primaria me explicaba éste concepto, me imaginaba a una persona que relataba lo que veía de atrás de un árbol. Un árbol chiquito con plantas y hojas enruladas, y la persona se asomaba y espiaba. No quiero espiar más, quiero espiarme, quiero tener qué espiar en mí misma.

Esa, supongo, que es la cuestión: ser narradora protagonista y dejarme de joder con que "me aburro".

Myriam Nati

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